martes, 17 de marzo de 2015

Encariñarse con el pasado.

Me levanto lentamente y me siento en el borde de la cama mientras miro de reojo al hombre que descansa a mi lado, distante, frío y dormido.  Cojo mi espiral de colores que tanto me gustaba de pequeña y que nunca se movió de mi mesita de noche, lo enredo en mis brazos y hago que se mueva, arriba y abajo. Abducida e hipnotizada por el arcoíris que provoca, escucho la respiración agitada de mi acompañante. Se está despertando. Acaricia mi espalda desnuda y me estremezco. No quiero que me toque.
-          Buenos días, pequeña. – susurra. Noto su sonrisa.
-          Hola. – Por un momento creo que he sido demasiado seca, pero no dice nada al respecto.
Me giro y veo su dulce sonrisa recorriendo mi cuerpo, sonrío levemente y me levanto para ir al baño. Cuando llego, me doy cuenta de que todavía sigo jugando con mi espiral de colores. Qué suerte, él todavía tiene la infancia calada en sus finas tiras de plástico.
Me miro en el espejo y me siento ¿triste?, no lo sé, tampoco es tan malo como pensaba.


Sigo jugando. 

Domingos de pesca


Era otro domingo más. Y como cada domingo, mi padre y yo íbamos de pesca por el lago. Nos subíamos en su vieja barca de madera, desgastada ya por el uso y pasábamos horas y horas sentados en la pequeña embarcación navegando por aquel profundo lago. Tan profundo que mi padre nunca me dejó pegarme un chapuzón a más de dos metros de la orilla. Él decia que era peligroso no sólo porque era profundo, sino porque en él habitaban las almas de personas que habían entregado su cuerpo a las aguas de aquel lugar. El domingo era el mejor día de la semana. Hace un par de años que él ya no está y no he vuelto a visitar el lago. Hasta hoy. Me desprendo de mi ropa y voy entrando al lago, poco a poco, pensando en todo lo que me contaba mi padre y en la razón que tenía cuando decía que era muy profundo.