martes, 7 de abril de 2015

Temores

El aire me habla cada noche. Me convence de que no haga cosas de las que me pueda -o no- arrepentir más tarde. 
El mar me abraza. Me dice que todo se solucionará, que simplemente hemos de esperar un tiempo. 
Y mientras tanto, la luna me mira por encima del hombro restándole importancia a todo. 
Todos menos ella saben que le temo a la noche. 

miércoles, 1 de abril de 2015

Obscuro.


Los copos de nieve caían lentamente, acariciaban el asfalto para luego desvanecerse recorriendo las pequeñas grietas de esa vieja carretera. Elisa caminaba mirando al cielo, notaba como sus pequeñas botas se volvían de un tono blanquecino mientras sus calcetines favoritos se humedecían ligeramente.

La pequeña caminaba con una gran sonrisa en el rostro. Los días de nieve le encantaban. Llegó al portal y se sacudió la chaqueta y la nieve que le cubría sus medias de lana. Se posó mirando esa gran casa, vaciló por un momento y llamó.

La puerta se abrió lentamente y Elisa entró. Su sonrisa se desvaneció al pisar el primer azulejo del largo pasillo que conectaba las habitaciones. Temía estar en esa casa. Sentía clavada en ella la mirada de ese extraño que la obligaba a hacer cosas inimaginables. Ese hombre al que, lamentablemente y muy a su pesar, debía llamar “papá”.  

Cada noche, mientras oía agonizar a su madre, se tapaba las orejas lo máximo que podía hasta que sólo escuchaba sus pensamientos. Pensaba en las casas de los cuentos, en sus princesas y en los bonitos finales que nunca podría tener. Pensaba en sus amigos, inexistentes e imaginarios. Les creaba como a ella le gustaban, algunos gorditos y altos, otros menudos y delgados. Eran los únicos que la comprendían, que siempre estaban con ella, Jorge, Mike y Pau le consolaban cada noche en sus pensamientos. Pero, últimamente, no le visitaban.

Pasaron los días, siempre con la misma rutina, hasta que, una noche, la madre de Elisa dejó de agonizar. Ya no paseaba por la casa, ya no le daba un beso a la pequeña cada noche antes de dormir. Ya no salía de la habitación, tampoco nadie entraba. Ahora era Elisa el centro de todos los golpes y burlas.

Llegó un momento en el que dejó de imaginar a sus amigos, sólo pensaba en cómo curarse las heridas, en cómo escapar de la vista de su padre, en cómo huir y en cómo buscar a su madre. Mike ya no le contaba cuentos, Pau ya no le acariciaba el pelo y Jorge ya no jugaba con ella a la rayuela.  La abandonaron, como lo hizo su capacidad de imaginación. Su imaginación había desaparecido, la había abandonado incapaz ya de protegerla de esos gritos afónicos y  esos golpes, cada vez más fuertes.

Resistía las lágrimas mientras se limpiaba la sangre con la esponja de su madre. Pasaba horas frente al espejo, mirando su cuerpo, ya deformado por los golpes. Miraba sus rasguños y se curaba las heridas. Tenía miedo, no sabía cómo afrontar todo aquello.

Pequeñas lágrimas brotaban de esos achinados y  penetrantes ojos verdes, lágrimas que caían envolviendo sus mejillas y morían en sus labios dejando un mordaz regusto salado. Lágrimas de impotencia mientras obedecía y guardaba para sí todo lo que su cuerpecito, vulnerable y sencillo, debía soportar. 

martes, 17 de marzo de 2015

Encariñarse con el pasado.

Me levanto lentamente y me siento en el borde de la cama mientras miro de reojo al hombre que descansa a mi lado, distante, frío y dormido.  Cojo mi espiral de colores que tanto me gustaba de pequeña y que nunca se movió de mi mesita de noche, lo enredo en mis brazos y hago que se mueva, arriba y abajo. Abducida e hipnotizada por el arcoíris que provoca, escucho la respiración agitada de mi acompañante. Se está despertando. Acaricia mi espalda desnuda y me estremezco. No quiero que me toque.
-          Buenos días, pequeña. – susurra. Noto su sonrisa.
-          Hola. – Por un momento creo que he sido demasiado seca, pero no dice nada al respecto.
Me giro y veo su dulce sonrisa recorriendo mi cuerpo, sonrío levemente y me levanto para ir al baño. Cuando llego, me doy cuenta de que todavía sigo jugando con mi espiral de colores. Qué suerte, él todavía tiene la infancia calada en sus finas tiras de plástico.
Me miro en el espejo y me siento ¿triste?, no lo sé, tampoco es tan malo como pensaba.


Sigo jugando. 

Domingos de pesca


Era otro domingo más. Y como cada domingo, mi padre y yo íbamos de pesca por el lago. Nos subíamos en su vieja barca de madera, desgastada ya por el uso y pasábamos horas y horas sentados en la pequeña embarcación navegando por aquel profundo lago. Tan profundo que mi padre nunca me dejó pegarme un chapuzón a más de dos metros de la orilla. Él decia que era peligroso no sólo porque era profundo, sino porque en él habitaban las almas de personas que habían entregado su cuerpo a las aguas de aquel lugar. El domingo era el mejor día de la semana. Hace un par de años que él ya no está y no he vuelto a visitar el lago. Hasta hoy. Me desprendo de mi ropa y voy entrando al lago, poco a poco, pensando en todo lo que me contaba mi padre y en la razón que tenía cuando decía que era muy profundo.