miércoles, 1 de abril de 2015

Obscuro.


Los copos de nieve caían lentamente, acariciaban el asfalto para luego desvanecerse recorriendo las pequeñas grietas de esa vieja carretera. Elisa caminaba mirando al cielo, notaba como sus pequeñas botas se volvían de un tono blanquecino mientras sus calcetines favoritos se humedecían ligeramente.

La pequeña caminaba con una gran sonrisa en el rostro. Los días de nieve le encantaban. Llegó al portal y se sacudió la chaqueta y la nieve que le cubría sus medias de lana. Se posó mirando esa gran casa, vaciló por un momento y llamó.

La puerta se abrió lentamente y Elisa entró. Su sonrisa se desvaneció al pisar el primer azulejo del largo pasillo que conectaba las habitaciones. Temía estar en esa casa. Sentía clavada en ella la mirada de ese extraño que la obligaba a hacer cosas inimaginables. Ese hombre al que, lamentablemente y muy a su pesar, debía llamar “papá”.  

Cada noche, mientras oía agonizar a su madre, se tapaba las orejas lo máximo que podía hasta que sólo escuchaba sus pensamientos. Pensaba en las casas de los cuentos, en sus princesas y en los bonitos finales que nunca podría tener. Pensaba en sus amigos, inexistentes e imaginarios. Les creaba como a ella le gustaban, algunos gorditos y altos, otros menudos y delgados. Eran los únicos que la comprendían, que siempre estaban con ella, Jorge, Mike y Pau le consolaban cada noche en sus pensamientos. Pero, últimamente, no le visitaban.

Pasaron los días, siempre con la misma rutina, hasta que, una noche, la madre de Elisa dejó de agonizar. Ya no paseaba por la casa, ya no le daba un beso a la pequeña cada noche antes de dormir. Ya no salía de la habitación, tampoco nadie entraba. Ahora era Elisa el centro de todos los golpes y burlas.

Llegó un momento en el que dejó de imaginar a sus amigos, sólo pensaba en cómo curarse las heridas, en cómo escapar de la vista de su padre, en cómo huir y en cómo buscar a su madre. Mike ya no le contaba cuentos, Pau ya no le acariciaba el pelo y Jorge ya no jugaba con ella a la rayuela.  La abandonaron, como lo hizo su capacidad de imaginación. Su imaginación había desaparecido, la había abandonado incapaz ya de protegerla de esos gritos afónicos y  esos golpes, cada vez más fuertes.

Resistía las lágrimas mientras se limpiaba la sangre con la esponja de su madre. Pasaba horas frente al espejo, mirando su cuerpo, ya deformado por los golpes. Miraba sus rasguños y se curaba las heridas. Tenía miedo, no sabía cómo afrontar todo aquello.

Pequeñas lágrimas brotaban de esos achinados y  penetrantes ojos verdes, lágrimas que caían envolviendo sus mejillas y morían en sus labios dejando un mordaz regusto salado. Lágrimas de impotencia mientras obedecía y guardaba para sí todo lo que su cuerpecito, vulnerable y sencillo, debía soportar. 

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